martes, 14 de diciembre de 2010

El gorro de cascabeles visto por Juan Martins, critico teatral venezolano

                                              Juan Martins
Discurso y continuidad es lo que entendemos de la experiencia de la «Compañía Regional de Teatro de Portuguesa» con su espectáculo El gorro de cascabeles de Luigi Pirandello en versión y dirección de Aníbal Grunn. Se establece una continuidad porque se dispone, como en otras oportunidades hemos señalado, de un dominio por lo que para éstos ha significado la representación teatral: disposición sobria del instrumento escénico, donde cada elemento escenográfico está creando su relación sígnica con el espacio: tres sillas simétricamente dispuestas hacia la composición metafórica del poder: la casa, el hogar y la familia (la «madre» en su sentido matriarcal y de dominación) como (de)construcción de los valores, de una moral que sólo se sostiene de su relación antípoda con la sociedad. La aparente homogeneidad familiar será el condicionante para sostener la mentira, el engaño y la traición. Nada útil se rescata entonces de aquellos valores burgueses de la familia los cuales pretenden preservarse. La emoción de los personajes no es más que el sentido simbólico para la definición de lo que se nos descompone: la sociedad. Y, en la versión que nos hace Aníbal Grunn, el país. El país –desde la otredad que impone el relato teatral– es una constante (de)construcción de valores y de su propio ritmo ideológico que atiende a su vez aquellas emociones a las que hago referencia. Éstas (tanto en su representación como en los personajes) formalizan este «orden de la familia». Y a partir de aquí es fácil comprender que el signo, con el cual se representa el cuerpo escénico (la estructura actoral del espectáculo) de dichas emociones, se organiza y dinamiza desde el uso orgánico de la actuación, desde la perspectiva del actor, manteniendo un espacio limpio y con apenas lo necesario, con el objeto de que el actor/la actriz desempeñen todo su nivel interpretativo del texto dramático. Y como tal, correspondan a una definición de la alienación del individuo sobre aquel cuadro figurativo de la familia o el arquetipo con el  que se sustenta: la mentira, identidad del poder e instrumento de cosificación del hombre. Por tal razón, Grunn se vale de este nivel del discurso dramático para aprehender de Pirandello aquellos aspectos conceptuales con los que se identifica para decir hasta dónde adquiere vigencia tal discurso dramático en la trayectoria de la «Compañía Regional de Teatro de Portuguesa» y su inherencia en un sistema estético, dada las condiciones y sociales y políticas del país. Esto es, un constructo estético de compromiso con el teatro venezolano.


Cada signo ha subrayado por igual a cada instancia emocional con la que ahora se han compuesto el sistema ideológico del país. En este sentido estamos ante un teatro político. Pero considérese tal afirmación en el mejor acoplo estético de la palabra «riesgo»: discurso y tensión dramática sobre la representación.  A los espectadores se nos va recreando aquellos niveles emocionales de los personajes dentro de una visión consciente de lo que significa el dolor, la traición y, como trato de definir, la mentira. (que es la manipulación ideológica de los sentimientos) Adquieren ahora, en la interpretación que hace el público, un estado consciente de lo real. Puesto que el dolor no solo es del otro que lo representa sino del que lo «ve»: la imagen que estará representada es una figura mental del espectador, pero también, es un estadio de conciencia. Así que cada espectador ejercita su racionalidad, sabrá que al reír se encuentra ante una realidad de sí mismo. Todos los signos aquí dispuestos apuntan hacia función política del discurso. Nos guste o no. De allí su provocación. Sobre este nivel de riesgo, el elenco sostiene con gran responsabilidad los niveles de actuación a los que nos tiene acostumbrado: proyección de voz, dinámica del movimiento y ritmo en el desplazamiento. Podrían existir algunos aspectos altisonantes en el uso de la voz, pero esto no es determinante en la estructura actoral. Es muy sencillo de comprender, tal ritmo y la dinámica de la puesta en escena se enriquecerán en una función detrás de la otra. Una noche de función nunca es igual a la otra. Lo que no será fácil de conseguir es con lo que aquí nos encontramos: capacidad histriónica, cadencia y fuerza dramática. Cada actor y actriz desempeña su relación con el espacio y con lo que está simbolizando. La simetría del espacio está relacionada con aquella metáfora del poder y su sistema de alienación a la que arriba hacia mención. Cada dispositivo escenográfico en su lugar, sin excesos, mostrando lo que se tiene que hacer cuando al teatro de texto nos referimos. La dinámica de su representación fue adquiriendo un ritmo con el que nos íbamos identificando: la gestualidad, los giros del movimiento corporal construyen sus arquetipos, por ejemplo, la representación que hace Carlos Arroyo de «Sánchez»: la condición del dolor, de la pérdida de la condición humana por la sustitución de sus valores: el anciano «Sánchez» se construye en el gesto, pero al mismo tiempo, desalinea al espectador de la emoción que le produce: la conciencia y el uso racional de estas emociones, transformando la condición verbal del texto en hecho escénico. Lo sarcástico, lo ridículo, la pasión son todas emociones que se dispone de un personaje en otro. Y cada  actor y actriz así lo componen sobre el ritmo de la representación, con lo que el espacio escénico queda definido. En este sentido hay que destacar el uso de lo sarcástico por parte de Jesús Plaza en su rol de «Delegado España», mediante cierta caracterización gestual que nos inducía a fortalecer el sitio fantoche que despeña los límites de la ideología del Estado como escenificación del poder y ello exige una disposición actoral que ya forma parte de su dicurso.


Algo importante: las actuaciones se mantienen sobre un mismo nivel de la interpretación verbal del relato teatral, otorgándole estructura en el orden de la comedia. Un ejemplo de ello, es la interpretación sobria que hace Elizabeth Prato de «Ramona», confiriendo contenido al gesto para el placer del espectador, además de un uso correcto del espacio.  Edilsa Montilla nos ha mostrado su alto en perfil con su personaje «Beatriz Crespo»., con variantes que estoy seguro ascenderá en lugar exquisito de la actuación., un tanto sucede con Wilfredo Peraza en el rol de «Alfredo» que estoy seguro  sabrá otorgarle mayores registros mediante el uso de la voz, a modo de que su personaje consiga aquella estructura interpretativa que le exige su personaje y al que nos tiene, también, acostumbrados en otras ocasiones. En estos momentos podría desglosar un análisis en torno a los actores de la Compañía, pero el límite de estas páginas no me lo permite. Prefiero, en cambio, asignar aquellos alcances discursivos de la obra. A mi juicio, una obra de riesgo que tanto está necesitando nuestro teatro y se suscribe en un compromiso y pasión por el teatro por parte de Aníbal Grunn. Siendo así, este riesgo estético me ha producido regocijo espiritual ante el hecho creativo.
Guanare, 9 de oc


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