martes, 22 de febrero de 2011

DERECHOS CULTURALES Y REVOLUCIÓN Gustavo Pereira

                                            
A los compañeros del Consejo Federal de Gobierno
 Gustavo Pereira 
                                                        I 
         A once años de haberse iniciado bajo fervorosa aquiescencia popular expresada en una Constitución aprobada en referéndum, el proceso revolucionario, o por mejor decir, una buena parte de sus dirigentes y órganos del poder público, sigue en mora con los derechos culturales en ésta consagrados. 
         Bien es cierto que el Presidente Chávez y altos funcionarios de su gobierno auspician y apoyan sin reservas no pocas iniciativas derivadas de tales derechos, a sabiendas de lo que ellas significan. Y tal circunstancia ha permitido no sólo la conversión del antiguo Consejo Nacional de la Cultura en Ministerio de la Cultura, sino la concreción, por parte de éste, de ambiciosos planes dirigidos a democratizar la creación y el acceso a los bienes culturales.
 Nunca en verdad se habían editado tantos libros como ahora (y al alcance de las mayorías), fomentado tanto cine y música nacional, apoyado tanta iniciativa creadora, rescatado tantos valores históricos, divulgado tantas verdades soslayadas.
 Pero ello no basta.
           Y no basta porque tales conquistas siguen, con meritorias excepciones, rezagadas en el resto del país como políticas de Estado de obligado acatamiento por ser normas constitucionales.  
Quienes tienen el deber de aplicarlas no las aplican, salvo unas pocas voluntades y entidades alentadas por la acción del Ministerio de la Cultura.  
La mayoría de las Gobernaciones, Consejos Legislativos, Alcaldías, partidos y organizaciones comunales simplemente se desentienden del asunto, al punto de que muchos promotores y cultores populares, orquestas típicas, museos, casas de la cultura y bibliotecas siguen trabajando entre carencias primarias, bajo la indiferencia de sus gobiernos locales y regionales, más preocupados por favorecer, en esta materia, jolgorios y romerías.   
      ¿Cuántos de ellos pueden enorgullecerse de presentar en sus organigramas y destinar en sus presupuestos las estructuras y recursos permanentes para estimular y apoyar en sus comunidades la acción cultural transformadora? 
         El Estado no crea valores culturales, los auspicia.   
                                                     

II
         El Festival Mundial de Poesía de Medellín, en Colombia, acaba de cumplir veinte años. Se inició por tanto en 1990, cuando la ciudad se hallaba sumida en violencia extrema. El pasado mes de julio, para celebrar su vigésima puesta en escena, los organizadores invitaron a cien poetas de los cinco continentes para que dijeran sus versos en escuelas y universidades, museos y bibliotecas,  parques y teatros, barrios y sindicatos, al aire libre o bajo techo, con lluvia o a pleno sol.  
Y siempre a casa llena.  
El día de la inauguración en el anfiteatro de Nutibara, en donde caben sentadas cinco mil personas, no cabía un alma, pese a las dificultades de acceso y la lluvia que desde tempranas horas de la tarde caía.  
El fervor de los medellinenses por la poesía, aunque estaba en ellos en estado latente, ha crecido a tal punto gracias al festival y su consecuente actividad colateral. Y si antes Medellín era conocida en el mundo como capital de la droga, ahora lo es de la poesía. 
Hijo en cierta forma del de Medellín, el de Caracas, costeado y organizado por el Ministerio de la Cultura, acaba de celebrarse por séptima vez y no le va a la zaga a aquél aunque siempre deseemos mejorarlo.   
Pero lo que quiero significar al mencionar los festivales de Medellín y  Caracas -perogrullada avanti- es cuán enriquecedora puede ser  una actividad artística de calidad para nuestros pueblos, víctimas perennes de la carga de necedades, ofuscaciones y violencia de los mass media, las más eficaces escuelas de nuestro tiempo.  
No está demás acotar que el festival de Medellín sigue subvencionado por la Alcaldía de esa ciudad, subvención que este año alcanzó a la suma de doscientos cincuenta mil de dólares, lo cual tal vez parezca un exabrupto para algunos alcaldes, concejales, diputados o gobernadores nuestros poco dados a creer que auspiciar el arte, y tanto más la poesía, sirva para algo que no sea gasto superfluo. 
Acaso, conjeturo, porque desconocen -y por ello lo relegan a casi obligatorio sainete de futilidades- que el derecho a la cultura constituye una de las conquistas fundamentales consagradas en el texto constitucional de 1999, factor clave en la lucha contra la pérdida de la identidad, la alienación y la dependencia. 
         ¡Si hasta la propia Ley del Consejo Federal y su reglamento, promulgadas en fecha reciente, se permiten olvidar los proyectos culturales como prioridades de la nación!   
                                                        III 
         Jamás, hasta la actual, en ninguna de las Constituciones habidas en los dos siglos de historia republicana en Venezuela se había siquiera mencionado la palabra cultura.  
Y mucho menos que pudiera pensarse en consagrarla como un derecho primario de nuestro pueblo como se establece hoy.  
El acceso a los bienes culturales constituía coto cerrado de una minoría privilegiada (privilegiada porque tuvo y tiene, a diferencia de las grandes mayorías populares, oportunidades, formación y medios para hacerlo). 
         De allí que en nuestros días resulte insoslayable hacer realidad el corpus sensitivo del proyecto bolivariano, expresado en dos palabras por el Libertador en su discurso ante el Congreso de Angostura -palabras no por trilladas menos apremiantes: moral y luces.  
Virtudes ambas de obligada exigencia en la construcción de una república que se desea refundada en valores.           
                                                       IV 
Por eso sería erróneo pensar que la responsabilidad total en la compleja, urgente e imprescindible acción cultural del Estado ha de recaer sólo en el Ministerio de la Cultura.     
    En la Asamblea Constituyente de 1999, y sobre todo en el seno de la Subcomisión de Cultura que tuve el honor de presidir, se debatió con intensidad este importante temario en cuya conformación innumerables compatriotas de todo el país contribuyeron con atinadas observaciones.  
Ello condujo a que desde el mismo Preámbulo de la Constitución el de la cultura quedara consagrado como derecho esencial, en el mismo rango que el derecho a la vida, al trabajo, a la educación, a la justicia social y a la igualdad sin discriminación ni subordinación.  
Creo mi deber recordar ahora no sólo la letra sino el espíritu de los artículos consagrados a ella en nuestra Carta Magna, con la esperanza de que gracias a los mecanismos que la propia Constitución establece y al convencimiento de que sin revolución cultural no existe transformación verdadera, no pasen a la historia como desventurada letra muerta en aquellas regiones en donde hasta ahora lo ha sido.                                                       
                                                         V 
         Los derechos sociales, económicos y culturales, conocidos como segunda generación de los derechos humanos, fueron promovidos en las primeras décadas del siglo pasado. No se incorporaron a los sistemas constitucionales si no bien avanzado éste, al ser considerados como complementarios de los derechos civiles y políticos.  
Hasta entonces hubiera parecido entelequia, incluso para los propios oficiantes de la cultura, hablar de derechos culturales, es decir, de la cultura como objeto del derecho, porque ello supondría reglamentar lo irreglamentable, o legislar sobre lo ilegislable. 
         El tiempo se encargó de registrar, sin embargo, que la efectividad de los derechos civiles y políticos constituía simple retórica o mera voluntad declarativa si no se lograba la realización plena de los de segunda generación. Es decir, los derechos clásicos de libertad e igualdad formal que configuran el respeto a la dignidad humana, no serían más que enunciados insustanciales sin la plena realización de los derechos económicos, sociales y culturales. Y viceversa. 
         Los derechos culturales son también rasgos distintivos de la nacionalidad.
Sistemas de valores, historia, creencias, tradiciones y modos de vida de los conglomerados sociales constituyen componentes primarios del desarrollo de la humanidad. No puede existir desarrollo económico ni social sin desarrollo cultural.  
Como expresa un documento de la UNESCO, la cultura es una experiencia humana que, aunque de difícil definición, representa para nosotros la totalidad de medios por los cuales el hombre crea diseños para vivir. 
Se trata de cambiar el concepto reverencial de la cultura para convertirlo en punto nodal de participación creadora, de acopio de conciencias sensibles, libre de sujeciones y factores alienantes. 
Una cultura viva, edificante, emancipadora, permite al ser humano cambiar la realidad circundante, puesto que el crecimiento cada vez mayor de la pobreza en un mundo de abundancia impide trágicamente la concreción de los derechos humanos.  
Las ciencias y la tecnología sirven a la lógica de la razón y son neutrales, de allí que sus descubrimientos, en manos de seres inmorales, puedan servir para funestos fines. Las artes avivan y alimentan la sensibilidad, los saberes humanísticos la conciencia, y ambos, sensibilidad y conciencia, toman partido por lo humano, cuya naturaleza pretenden perfeccionar, no aletargar. 
Ser cultos es la única forma de ser libres, decía Martí. 
Y cultura no es sólo arte: también tradición palpitante, activa, sensorial y cognoscitiva. Por ella pertenecemos a un país, nos miramos en la fuentes de nuestro ser social. Por ella aprendemos a defender espíritu y tierra ante todo invasor, por ella enfrentamos las pretensiones hegemónicas de los imperios y sus secuaces, las aberraciones de sus mass media, las carencias o los abismos de nuestras resoluciones e irresoluciones, las degradaciones del atraso, el estancamiento y la indigencia. 
Porque donde hay cultura no hay miseria.  
                                                        VI 
Y puesto que en cultura lo que abunda no daña, varios son los ejes fundamentales recogidos tanto en el Preámbulo como en los cuatro artículos del Capítulo VI y otros conexos que configuran el principio del Estado pluralista de cultura que todos hemos soñado: 
         Primero, la garantía de la libertad de creación, entendida como el derecho a la invención (y no a la inversión como erróneamente se transcribió y así se dejó en el artículo 98, no sabemos por qué o quiénes), producción y divulgación de toda obra científica, técnica y humanística sin más limitaciones –como es norma universal- que las derivadas del respeto a los otros derechos humanos. Todo venezolano tiene derecho, pues, a crear bienes culturales. No basta, empero, la invención o creación si cuando lo merezca por su calidad ésta no se difunde y, por tanto, no cumple su papel social. Un papel que el Estado tiene el deber de apoyar y proteger. 
Segundo, el reconocimiento y protección de la propiedad intelectual o derechos de autor en sus distintas variables o expresiones.  
Tercero, la incorporación de la cultura como bien irrenunciable de nuestro pueblo y valor esencial íntimamente vinculado al desarrollo democrático de las naciones, a la afirmación y crecimiento de la personalidad, a la convivencia, a la tolerancia, a la integración y la justicia social.   
Cuarto, el papel del Estado como impulsor, facilitador y garante de los bienes y derechos culturales, obligado a fomentar y asegurar las condiciones (infraestructuras adecuadas, equipamiento, etc) medios (recursos formativos, de difusión, etc), instrumentos legales y presupuestos acordes con las recomendaciones de los organismos internacionales, principalmente la UNESCO. Esta norma garantiza a todas las personas y no sólo a las élites el acceso a los bienes culturales de la nación y de la humanidad.  
Quinto, si la creación cultural es libre (art.98) el reconocimiento de la autonomía de los entes que conforman la administración cultural pública ha de ser su corolario, con el propósito de que pueda llevar a cabo sus altos fines sin interferencias ni menoscabos coyunturales. Lo cual significa la creación de entes autónomos de cultura en todo el país, auto administrados aunque sujetos, por supuesto, a la fiscalización y políticas del Estado.
Sexto, la protección y preservación de los bienes tangibles e intangibles constitutivos del patrimonio cultural de la nación, así como su memoria histórica. El artículo (99) que consagra este derecho colectivo dispone que dichos bienes son inalienables, imprescriptibles e inembargables (puesto que son propiedad de todos los venezolanos y de la humanidad) y otorga a la ley la facultad de establecer penas y sanciones por (y no para como por error de transcripción o de imprenta aparece en el texto constitucional) los daños causados a los mismos. 
Séptimo, el tratamiento de atención especial que han de merecer las culturas constitutivas de la venezolanidad, constreñidas como han sido, sobre todo en sus expresiones indígenas y afroamericanas, al desván de la historia. Este trato no impide el reconocimiento de la interculturalidad y la pluriculturalidad bajo el principio de igualdad de las culturas. La norma pretende hacer justicia a las culturas preteridas e inferiorizadas por cinco siglos de colonialismo, neocolonialismo y endocolonialismo.  
Octavo, el reconocimiento de una actividad que ha merecido tratamiento especial en muchas de las constituciones contemporáneas: el patrocinio particular de actividades culturales, actividad que el Estado puede estimular mediante fórmulas y mecanismos que no contravengan el ordenamiento legal.
Noveno, la protección social al trabajador cultural, excluido secularmente de este derecho dada la particularidad de su quehacer (no dependencia o semidependencia, horario indeterminado, remuneraciones aleatorias, etc).  
Décimo, la garantía de difusión de la información cultural y la obra de los creadores de bienes culturales en los medios audiovisuales, los cuales han de asumir este deber como parte de su esencia de servicio público.  
La radio y la televisión (y en menor escala el cine), erigidas en este tiempo en mentores de la conducta ciudadana, cumplen relevante papel en la formación de valores y antivalores. Y el Estado está en  la obligación de impedir que la proliferación de estos últimos, disfrazados de programas de recreación caracterizados casi siempre por una atrofia intelectual ofrecida como elíxir, lesione la formación de nuestros niños y adolescentes e imponga la violencia y la estupidez como normas inmanentes del comportamiento humano.  
No está demás recordar aquí las palabras de un viejo productor de Hollywood, William Hays, a quien un crítico español describiera hace cuatro décadas años como “trait d’union entre los grupos bancarios yanquis, los ministerios gubernamentales y los productores de películas”: “Nosotros –decía Hays- no podemos olvidar que el cine americano es un factor poderoso de la penetración cultural americana en los demás países”
Como sabemos, la palabra americano fue también convertida en propiedad de los nativos de EEUU. Para el resto de nosotros inventaron la palabra latinos. 
Pero sigamos con este derecho tan vulnerado. 
El art. 108 dispone que los medios públicos y privados deben contribuir a la formación ciudadana y posibilitar el acceso universal a la información, mientras el 110 los define como instrumentos fundamentales para el desarrollo y la soberanía.   
En el mundo actual, dominado por la llamada cultura de masas o de mercado, el cumplimiento de esta norma es de particular importancia. 
Décimo primero (art. 309), la protección especial que el Estado debe otorgar, mediante facilidades crediticias, a los artesanos y a las industrias populares típicas con el propósito de preservar su autenticidad y hacerlas asequibles a las mayorías.  
Décimo segundo (art. 121) el reconocimiento y respeto de las culturas indígenas venezolanas y la valoración y difusión de sus manifestaciones, su identidad, lenguas, tradiciones, cosmovisiones, valores, espiritualidad, lugares sagrados y de culto, etc.              
                                                        VII 
         ¿Cómo hacer valer estos derechos? 
         Más que los propios trabajadores culturales, las organizaciones populares (juntas de vecinos, consejos comunales, círculos bolivarianos, casas de cultura, asociaciones) y desde luego los alcaldes y gobernadores, tienen en sus manos los instrumentos legales para lograrlo, incluyendo las normas de la ley del Consejo Federal de Gobierno y su reglamento. 
         La Carta Magna proporciona claves y disposiciones alusivas, amén de que en la última parte de su artículo 22 dispone que “la falta de ley reglamentaria de estos derechos no menoscaba el ejercicio de los mismos”.
          Y el artículo 5 de la Ley del Consejo Federal  expresa que la función de planificación asignada al Consejo está destinada a establecer “los lineamientos de los entes descentralizados territorialmente y a las organizaciones populares de base, así como el estudio y la planificación de los Distritos Motores de Desarrollo que se creen para apoyar especialmente la dotación de obras y servicios esenciales en las regiones y comunidades de menor desarrollo relativo” (subrayado nuestro). 
         Obviamente, aunque no se diga, las de la cultura son obras esenciales,  y no sólo para las regiones de menor desarrollo. 
                                                        VIII 
         Las revoluciones de nuestro tiempo han heredado atroces realidades que se proponen –y es preciso- transformar. 
         Tal circunstancia las justifica y las alienta.  
Ya no se trata únicamente de vencer la injusticia social. También y sobre todo la defensa y restauración de un medio ambiente, de una naturaleza, de un planeta gravemente lacerados Es también en consecuencia una contienda contra la alienación colectiva promovida y sustentada por lo que el sociólogo estadounidense Dwight Mac Donald denominara masscult (cultura de masas) fabricada para el mercado por los propietarios y dirigentes de los grandes medios audiovisuales.  
La masscult, dice Mac Donald en su ensayo Masscult y Midcult, no ofrece a sus clientes, el gran público, ni catarsis emocional ni experiencia estética porque todo eso requiere un esfuerzo. “La cadena de producción elabora un producto uniforme, cuyo humilde fin no es ni siquiera divertir, porque eso supone vida, y por lo tanto esfuerzo. Nada de eso; lo único que se propone es distraer. Puede estimular o narcotizar, pero lo importante es que sea de fácil asimilación. No exige nada a su público…y no da nada”. 
          Nada, excepto la ilusión del consumismo, el manto de la frivolidad, las cadenas del egoísmo, la venda del letargo.  
En este contexto la acción cultural liberadora es la única herramienta capaz de cumplir una doble función: transformar mentalidades y sensibilidades, cabe decir, lo permanente humano, para hacer posible otro mundo. 
                                               IX  
Así como el Estado venezolano ha erogado cuantiosos recursos para la construcción de  relevantes estadios de fútbol en todo el país (probablemente necesarios), y algunas de sus instituciones siguen gastando pródigas sumas en  espectáculos de agobiante indigencia intelectual y artística, muchos soñamos con el día en que en cada capital estadal y en cada ciudad importante emerjan también dignos y radiantes centros de cultura surgidos de las iniciativas de alcaldes, gobernadores y consejos comunales.  
Centros dotados de auditorios confortables, librerías, discotiendas, salas y locales de exposición y venta de obras de arte y artesanías, salas de lectura, de música, de debates, espacios-sedes de agrupaciones culturales y comunales, cafés, estacionamiento y demás facilidades para que sean habitados y habilitados permanentemente por trabajadores culturales (escritores, artistas, artesanos, historiadores, filósofos, cineastas, promotores y un largo etc) y vecinos en actividades constantes –para evitar que se conviertan en cascarones de humo-, interrelacionados con la comunidad a la que sirven. Núcleos activos, poblados, vivos, en donde no falten la imaginación ni la magia, los saberes ni la sensibilidad. 
Sólo así, a la larga –y a la honda, porque los bienes culturales son como cargas de profundidad- los antivalores pueden dejar de reinar, las acritudes dar paso a los prodigios y nuestros niños y nuestros jóvenes vivir una nueva realidad. 
         En toda verdadera revolución, permítanme decirlo finalmente, lo bueno de soñar es que los sueños, tarde o temprano, suelen convertirse en realidad.                        


PROPUESTA A LA SECRETARÍA DEL
CONSEJO FEDERAL DE GOBIERNO 
Que de conformidad con lo establecido en el numeral 7 del artículo 20 de la Ley Orgánica del Consejo Federal de Gobierno, se sirva someter a la consideración de la próxima sesión de la Plenaria la conveniencia de construir Centros de la Cultura en cada ciudad importante y capitales de los Estados, los cuales, financiados o cofinanciados por los poderes central, regional y municipal, han de fungir como motores del desarrollo cultural local y regional y eventualmente, si fuere necesario (y atendiendo a lo dispuesto en el numeral 4, aparte c del artículo 36 del Reglamento de la Ley) como sedes de los Consejos Comunales y Comunas. 

                                             GUSTAVO PEREIRA